lunes, 8 de diciembre de 2014

La Torre del Alminar (un ensayo romántico)



Aquel día la niebla lo inundaba todo, igual que muchos otros en los otoños grises de la comarca Jienense de Baeza. Caminaba solo y solas estaban las calles en esa tarde plomiza; solas las piedras centenarias de sus paredes enmohecidas; solas las de su asfalto plateado, ofreciéndome lo mejor de su tiempo y espacio, de su recogimiento helado, impasible e inmutable, como estatua de mirada ajena y desdibujada, en la ausencia de un pedazo que abarcaba el todo de mi existencia. Caminaba perdido en mis elucubraciones, como el que escucha una melodía que se obstina por la permanencia como método de huida contra la cruel obsolescencia, pero que incautamente persiste enigmática queriendo hacer valedor su interior inexplorado. Caminar entre la ausencia, ¡qué placer para el perdido, para el eterno explorador de su inconsciencia, para quien en la mañana descubre la libertad del mensaje que engendró en las noches de luna llena, o en las de total abandono, que no es otra, en este caso, que mi alma misma, cual volátil paloma de éter, fugaz y eterna!
Pero aquella nota dirigió mi mirada y mi atención toda; aquel papel envejecido entre dos piedras, a la altura de mis mismas cejas, entre el verde y ocre de su vetustez perpetua. Encontré o descubrí lo que nadie antes hubiera imaginado, el secreto de un amor imposible germinado en las diferencias, en las culturas antagónicas que en su raíz primitiva gestan las leyes de lo imposible, de lo que va más allá de su esencia verdadera y limpia. Encontré en él un trocito de pasión, borrosa por el contacto con sus lágrimas, y por los besos casi desgastada, y por el contacto con el pecho que posiblemente calentara para siempre la pasión que se le negó. Estas eran sus palabras..
"Fueron esos días los más recordados
Entre arrebatos de rebeldía incauta.
Fueron tus palabras las que me prendaron
Las que me persiguen hasta la inconsciencia
Tus marmóreas manos ciñendo mi cuerpo.
En el seno de tus ojos, cegadora,
Sentí la pausa de lo quimérico
Y la angustia de nuestros desencuentros.
Mas por todo y por tanto me siento
De la pasión presa desgraciada,
Pues, considerarme podría en el mismo cielo
Si tus labios solo un instante hallara.
Ante todos y ante Dios me encomiendo
Si por infortunio arrebatara mi vida.
Esperándote, amado , aunque no sepas
Ni oses descubrirlo hasta el fin del tiempo.
Que allí estaré en el sentir acurrucada,
Y mirándote acaso en el recuerdo.
Mis lágrimas en tu boca serán agua de vida,
Y en tus besos otrora mi alimento eterno.
Hallaré al fin mi memoria para abrigar tu cuerpo."
Por todo y por tanto, henchido mi corazón palpitante de sentimientos, mi imaginación abatió el presente y divagó en el recuerdo, en la nota de sus deseos.
Entonces fue cuando miré hacia la torre invadido por su canto tierno, por su llamada eterna que ocupaba el viento y las calles en todos sus vericuetos: de este a oeste, de norte a sur, y yo permanecí allí quieto, mirando hacia la torre donde comenzó mi recuerdo, la torre del alminar, donde la mora sigue viva, a pesar de los tiempos.
Cayó desalentada por momentos mi mirada, que surcaba en la niebla henchida de espejos traslucidos, en la imaginación derrotada haciendo mía la gentil historia, sin apenas poder escenificar en el arrebato ingente de aquellas palabras un sentir que ,a la vez que calmado, surgiera como de las entrañas de mí mismo. Ansiado y quejumbroso hacía mía esa historia y me marché hacia mi aposento, allí en el solitario hostal que me acogía por tiempo indeterminado, en mi viaje hacia la soledad de mi actual estado.
Caminé despacio, como lo hago siempre que puedo, intentando dejar emerger la vida y sentirla, que a veces las prisas nos arrebatan como ladrones de fuego. Marché parsimonioso, escuchando su voz a pesar de la distancia y del frío coto físico de las piedras. Pero su voz, clavada en mi memoria, aparecía cada vez que desdoblaba la herrumbrosa hoja de papel, cada vez que la acariciaban mis dedos.
Aquella noche llegó diferente, y mi sentimiento no paraba de imaginar cómo encontrarla, a ella. Podía verla incluso, percibida en su recogimiento lloroso, eterno. Dulce encuentro de mi propia vida, que me concebía como parte suya, y añorados eran aún más sus abrazos, la calidez de su cuerpo, que erizaba mi piel con arrebatos de difícil contención. Soñé entonces con la torre y sus escaleras penumbrosas de terrosos peldaños viejos. Soñé con su piel desnuda y con sus pechos morenos, con su voz cual vibración de arpa, con la comisura de sus labios acariciando y rozando los míos estáticos.
Pero al poco se tornó en amenaza el sueño: las espadas con su filo cortante y las miradas de odio y venganza de guerreros se abrieron paso bajo un campo enrojecido; caballos desbocados plagando de matorrales ensangrentados los campos desiertos de vida. Y mi pregunta una y otra vez era un qué te debo.
Volví muy de mañana, sin haber descansado quizá lo justo, apreciando sin embargo que mi estancia era vacía, pero que mi futuro incierto cobraba sentido allí mismo, arriba, en la torre del alminar, donde me esperaba quizá la respuesta a todo mi desconcierto.
Dudé a menudo de mi mismo y creí volverme loco o acaso estarlo ya por tamaño dislate. Alargué mi estancia convenida en un principio y decidí pasar una noche allí arriba en la soledad de sus muros, pero en realidad sentía que no sería tal, pues era capaz de identificar que la atracción debiera tener seguro su respuesta. Difícil cuestión la de la entrada en un principio, no lo fue tanto más tarde, pues escapé a los ojos de quien guardaba las llaves de la catedral misma y pasé por ventura inadvertido, como si yo mismo fuera una fantasmal figura ajena a los mortales.
Y la noche llegó pronto al abrigo de mis querencias, de mis más ansiados afectos. Comencé a escuchar algo así como un coro que surcaba el aire, un orfeón de ángeles que me hicieron erizar todo el vello. Sentí miedo, un miedo atroz que me recorrió el cuerpo en forma de caricia a través de mi columna vertebral, como paño de seda frío en un principio. Cerré los ojos fuertemente y, acuclillado sobre el pétreo suelo, sentí glaciares que surcaban mis venas y me paralizaban el corazón mismo. La noche era negra ella, y profunda desde allí arriba, apenas recortados los muros por vestigios de marrones rancios entre sus piedras lóbregas e inclementes, inexorables y atemporales.
Poco a poco y traduciendo por respuesta una insensatez extrema, fui dudando de mi mismo desafuero, que por atropellado lo identificaba todo, y mis sueños, y mi realidad extrema, y mis deseos, amada mía, de tenerte o mecerme entre tu seno, de concebir allí intramuros, con el sentido en lo que me parecía ajeno, tu contraparte y la mía unidas en una misma, volando quizás y asistiendo al bautismo de la unidad entre los dos cuerpos. Y tu mente, perpetua y esclava, paciente y resignada, pero feliz al fin por el encuentro.
Así pasaron horas que no puedo recordar, quizá fue solo una noche o puede que mi vida entera, mi infinita existencia consagrada a ella, y el resto por epicúreo dado, mundano o placentero, obviado por completo.
Amor, te tuve entre mis brazos, y fue más que un simple sueño. Viajaste conmigo y contigo alcancé la plenitud eterna, entera. No me olvides, como yo nunca lo he hecho ni lo haré mientras viva. Aún te siento, en mis noches de soledad, y sé que esta no es tal, sino que me iluminas con tu mirada, con tu sonrisa; sé que me acaricias el pelo cuando vuelvo a sentirme un niño, cuando de menos te echo. Siento tu presencia, y si por loco me tomaran me resultaría en todo caso obsceno, conozco tu esencia entera, el perfume de tu cuerpo, de tu piel morena y viva, ardiente y desvelada. Pero es tu clamor lo que más henchido llevo en mí. Y me río, y lloro, y te deseo, pero no es carnal este sentimiento, es locura, enajenación entera, es virtud de ángel, es el mismo Dios, felicidad plena, esencia, y sobre todo eres tú, mi amor.
Sonrío, mientras escribo estas pobres líneas que apenas pueden alcanzar un ápice de mis sentimientos, de los tuyos más aún. Te acojo como a un bebé para abrazar tu cuerpo, y dormir así unidos hasta que el infinito nos despierte, dejando que nuestros ojos derramen retazos de nuestra alma con templado estremecimiento, y que su caudal sea río que fluya y que muera con nosotros en el recuerdo de nuestro amor verdadero.